sábado, 2 de noviembre de 2013

A Julia

Érase una vez unos ojos inquietos, cargados de inocencia que veían a través de las palabras del padre.
Cada noche el juego de acostarse era un viaje de alegría y de infantil dulzura, tan bella, tan cargada de amor, que se perpetua en el inconsciente de la memoria del padre.

Allí en el transcurso del tiempo de vigilia, justo antes de traspasar el portal de lo onírico estaban padre e hija. Él inventando un mundo imaginario de piratas, payasos, osos, leones y lunas.

Ella, pequeña y dulce, escuchando atenta el devenir de unos personajes casi familiares y muy importantes.
Él relata conforme el cerebro imagina. Mientras lo hace la observa y guarda en la memoria el indestructible sentimiento de su amor hacia ella.

En el cofre de la memoria, él recoge los intensos instantes de los expectantes ojos de ella. Absorbe la ilusión de la inocencia mientras un caracol es lanzado por la trompa de un elefante hasta la luna y se queda allí a vivir, formando una familia. Ella lo cree todo, porque para ella, él es la verdad absoluta, la seguridad y la respuesta a cualquier pregunta.

Para él, ella es la verdad absoluta, la respuesta a todas sus preguntas y la seguridad que necesita para afrontar cada nuevo día. Qué curiosa es la vida dice él, mientras ella lo amarra entre sus brazos y le dice te quiero mucho al tiempo que refrenda tal prueba de cariño con un beso de melocotón.

Él la abraza también y le contesta que también la quiere. Ella le pide agua y él se la da.

Ella se duerme enroscada entre las sábanas y con su oso de peluche blanco. Él la mira con dulzura. Es su futuro, es su mejor obra, es la única forma de perpetuarse.

La vuelve a mirar y le da las buenas noches....érase una vez unos ojos inquietos, cargados de ilusión, que veían a través de los ojos de su hija de tres años.